¡Muy buenas noches gente!
¿Cómo los trata este Lunes?
Hoy quería traerles una entrada diferente al resto, así que se me ocurrió la idea de recomendarles tres cuentos, pero no cuentos normales. Sino tres cuentos de mis favoritos de los hermanos Grimm. Obviamente que de los originales, nada de esos cuentos con finales felices adaptados por Disney. Quizás no sepan esto, pero me encanta todo lo creepy y de terror por lo tanto no puede faltar en mis lecturas los cuentos de estos autores. Hoy seleccioné estos que espero les gusten.
¿Quienes fueron los hermanos Grimm?
Fueron profesores universitarios en Kassel (1829 y 1839 respectivamente). Siendo profesores de la Universidad de Gotinga, los despidieron en 1837 por protestar contra el rey Ernesto Augusto I de Hannover. Al año siguiente fueron invitados por Federico Guillermo IV de Prusia a Berlín, donde ejercieron como profesores en la Universidad Humboldt.
Tras las Revoluciones de 1848, Jacob fue miembro del Parlamento de Fráncfort.
¡Mis tres cuentos favoritos!
- "Rapunzel" -
Había una vez un hombre y una mujer que vivían solos y desconsolados por no tener hijos, hasta que, por fin, la mujer concibió la esperanza de que Dios Nuestro Señor se disponía a satisfacer su anhelo. La casa en que vivían tenía en la pared trasera una ventanita que daba a un magnífico jardín, en el que crecían espléndidas flores y plantas; pero estaba rodeado de un alto muro y nadie osaba entrar en él, ya que pertenecía a una bruja muy poderosa y temida de todo el mundo. Un día asomóse la mujer a aquella ventana a contemplar el jardín, y vio un bancal plantado de hermosísimas verdezuelas, tan frescas y verdes, que despertaron en ella un violento antojo de comerlas. El antojo fue en aumento cada día que pasaba, y como la mujer lo creía irrealizable, iba perdiendo la color y desmirriándose, a ojos vistas. Viéndola tan desmejorada, le preguntó asustado su marido: "¿Qué te ocurre, mujer?" - "¡Ay!" exclamó ella, "me moriré si no puedo comer las verdezuelas del jardín que hay detrás de nuestra casa." El hombre, que quería mucho a su esposa, pensó: "Antes que dejarla morir conseguiré las verdezuelas, cueste lo que cueste." Y, al anochecer, saltó el muro del jardín de la bruja, arrancó precipitadamente un puñado de verdezuelas y las llevó a su mujer. Ésta se preparó enseguida una ensalada y se la comió muy a gusto; y tanto le y tanto le gustaron, que, al día siguiente, su afán era tres veces más intenso. Si quería gozar de paz, el marido debía saltar nuevamente al jardín. Y así lo hizo, al anochecer. Pero apenas había puesto los pies en el suelo, tuvo un terrible sobresalto, pues vio surgir ante sí la bruja. "¿Cómo te atreves," díjole ésta con mirada iracunda, "a entrar cual un ladrón en mi jardín y robarme las verdezuelas? Lo pagarás muy caro." - "¡Ay!" respondió el hombre, "tened compasión de mí. Si lo he hecho, ha sido por una gran necesidad: mi esposa vio desde la ventana vuestras verdezuelas y sintió un antojo tan grande de comerlas, que si no las tuviera se moriría." La hechicera se dejó ablandar y le dijo: "Si es como dices, te dejaré coger cuantas verdezuelas quieras, con una sola condición: tienes que darme el hijo que os nazca. Estará bien y lo cuidaré como una madre." Tan apurado estaba el hombre, que se avino a todo y, cuando nació el hijo, que era una niña, presentóse la bruja y, después de ponerle el nombre de Verdezuela; se la llevó.
Verdezuela era la niña más hermosa que viera el sol. Cuando cumplió los doce años, la hechicera la encerró en una torre que se alzaba en medio de un bosque y no tenía puertas ni escaleras; únicamente en lo alto había una diminuta ventana. Cuando la bruja quería entrar, colocábase al pie y gritaba:
Al cabo de algunos años, sucedió que el hijo del Rey, encontrándose en el bosque, acertó a pasar junto a la torre y oyó un canto tan melodioso, que hubo de detenerse a escucharlo. Era Verdezuela, que entretenía su soledad lanzando al aire su dulcísima voz. El príncipe quiso subir hasta ella y buscó la puerta de la torre, pero, no encontrando ninguna, se volvió a palacio. No obstante, aquel canto lo había arrobado de tal modo, que todos los días iba al bosque a escucharlo. Hallándose una vez oculto detrás de un árbol, vio que se acercaba la hechicera, y la oyó que gritaba, dirigiéndose a o alto:
En el primer momento, Verdezuela se asustó Verdezuela se asustó mucho al ver un hombre, pues jamás sus ojos habían visto ninguno. Pero el príncipe le dirigió la palabra con gran afabilidad y le explicó que su canto había impresionado de tal manera su corazón, que ya no había gozado de un momento de paz hasta hallar la manera de subir a verla. Al escucharlo perdió Verdezuela el miedo, y cuando él le preguntó si lo quería por esposo, viendo la muchacha que era joven y apuesto, pensó, "Me querrá más que la vieja," y le respondió, poniendo la mano en la suya: "Sí; mucho deseo irme contigo; pero no sé cómo bajar de aquí. Cada vez que vengas, tráete una madeja de seda; con ellas trenzaré una escalera y, cuando esté terminada, bajaré y tú me llevarás en tu caballo." Convinieron en que hasta entonces el príncipe acudiría todas las noches, ya que de día iba la vieja. La hechicera nada sospechaba, hasta que un día Verdezuela le preguntó: "Decidme, tía Gothel, ¿cómo es que me cuesta mucho más subiros a vos que al príncipe, que está arriba en un santiamén?" - "¡Ah, malvada!" exclamó la bruja, "¿qué es lo que oigo? Pensé que te había aislado de todo el mundo, y, sin embargo, me has engañado." Y, furiosa, cogió las hermosas trenzas de Verdezuela, les dio unas vueltas alrededor de su mano izquierda y, empujando unas tijeras con la derecha, zis, zas, en un abrir y cerrar de ojos cerrar de ojos se las cortó, y tiró al suelo la espléndida cabellera. Y fue tan despiadada, que condujo a la pobre Verdezuela a un lugar desierto, condenándola a una vida de desolación y miseria.
El mismo día en que se había llevado a la muchacha, la bruja ató las trenzas cortadas al gancho de la ventana, y cuando se presentó el príncipe y dijo:
Verdezuela era la niña más hermosa que viera el sol. Cuando cumplió los doce años, la hechicera la encerró en una torre que se alzaba en medio de un bosque y no tenía puertas ni escaleras; únicamente en lo alto había una diminuta ventana. Cuando la bruja quería entrar, colocábase al pie y gritaba:
"¡Verdezuela, Verdezuela,Verdezuela tenía un cabello magnífico y larguísimo, fino como hebras de oro. Cuando oía la voz de la hechicera se soltaba las trenzas, las envolvía en torno a un gancho de la ventana y las dejaba colgantes: y como tenían veinte varas de longitud, la bruja trepaba por ellas.
Suéltame tu cabellera!"
Al cabo de algunos años, sucedió que el hijo del Rey, encontrándose en el bosque, acertó a pasar junto a la torre y oyó un canto tan melodioso, que hubo de detenerse a escucharlo. Era Verdezuela, que entretenía su soledad lanzando al aire su dulcísima voz. El príncipe quiso subir hasta ella y buscó la puerta de la torre, pero, no encontrando ninguna, se volvió a palacio. No obstante, aquel canto lo había arrobado de tal modo, que todos los días iba al bosque a escucharlo. Hallándose una vez oculto detrás de un árbol, vio que se acercaba la hechicera, y la oyó que gritaba, dirigiéndose a o alto:
"¡Verdezuela, Verdezuela,Verdezuela soltó sus trenzas, y la bruja se encaramó a lo alto de la torre. "Si ésta es la escalera para subir hasta allí," se dijo el príncipe, "también yo probaré fortuna." Y al día siguiente, cuando ya comenzaba a oscurecer, encaminóse al pie de la torre y dijo:
Suéltame tu cabellera!"
"¡Verdezuela, Verdezuela,Enseguida descendió la trenza, y el príncipe subió.
Suéltame tu cabellera!"
En el primer momento, Verdezuela se asustó Verdezuela se asustó mucho al ver un hombre, pues jamás sus ojos habían visto ninguno. Pero el príncipe le dirigió la palabra con gran afabilidad y le explicó que su canto había impresionado de tal manera su corazón, que ya no había gozado de un momento de paz hasta hallar la manera de subir a verla. Al escucharlo perdió Verdezuela el miedo, y cuando él le preguntó si lo quería por esposo, viendo la muchacha que era joven y apuesto, pensó, "Me querrá más que la vieja," y le respondió, poniendo la mano en la suya: "Sí; mucho deseo irme contigo; pero no sé cómo bajar de aquí. Cada vez que vengas, tráete una madeja de seda; con ellas trenzaré una escalera y, cuando esté terminada, bajaré y tú me llevarás en tu caballo." Convinieron en que hasta entonces el príncipe acudiría todas las noches, ya que de día iba la vieja. La hechicera nada sospechaba, hasta que un día Verdezuela le preguntó: "Decidme, tía Gothel, ¿cómo es que me cuesta mucho más subiros a vos que al príncipe, que está arriba en un santiamén?" - "¡Ah, malvada!" exclamó la bruja, "¿qué es lo que oigo? Pensé que te había aislado de todo el mundo, y, sin embargo, me has engañado." Y, furiosa, cogió las hermosas trenzas de Verdezuela, les dio unas vueltas alrededor de su mano izquierda y, empujando unas tijeras con la derecha, zis, zas, en un abrir y cerrar de ojos cerrar de ojos se las cortó, y tiró al suelo la espléndida cabellera. Y fue tan despiadada, que condujo a la pobre Verdezuela a un lugar desierto, condenándola a una vida de desolación y miseria.
El mismo día en que se había llevado a la muchacha, la bruja ató las trenzas cortadas al gancho de la ventana, y cuando se presentó el príncipe y dijo:
"¡Verdezuela, Verdezuela,la bruja las soltó, y por ellas subió el hijo del Rey. Pero en vez de encontrar a su adorada Verdezuela hallóse cara a cara con la hechicera, que lo miraba con ojos malignos y perversos: "¡Ajá!" exclamó en tono de burla, "querías llevarte a la niña bonita; pero el pajarillo ya no está en el nido ni volverá a cantar. El gato lo ha cazado, y también a ti te sacará los ojos. Verdezuela está perdida para ti; jamás volverás a verla." El príncipe, fuera de sí de dolor y desesperación, se arrojó desde lo alto de la torre. Salvó la vida, pero los espinos sobre los que fue a caer se le clavaron en los ojos, y el infeliz hubo de vagar errante por el bosque, ciego, alimentándose de raíces y bayas y llorando sin cesar la pérdida de su amada mujercita. Y así anduvo sin rumbo por espacio de varios años, mísero y triste, hasta que, al fin, llegó al desierto en que vivía Verdezuela con los dos hijitos los dos hijitos gemelos, un niño y una niña, a los que había dado a luz. Oyó el príncipe una voz que le pareció conocida y, al acercarse, reconociólo Verdezuela y se le echó al cuello llorando. Dos de sus lágrimas le humedecieron los ojos, y en el mismo momento se le aclararon, volviendo a ver como antes. Llevóla a su reino, donde fue recibido con gran alegría, y vivieron muchos años contentos y felices.
Suéltame tu cabellera!"
- "La Doncella sin manos" -
A un molinero le iban mal las cosas, y cada día era más pobre; al fin, ya no le quedaban sino el molino y un gran manzano que había detrás. Un día se marchó al bosque a buscar leña, y he aquí que le salió al encuentro un hombre ya viejo, a quien jamás había visto, y le dijo:
- ¿Por qué fatigarse partiendo leña? Yo te haré rico sólo con que me prometas lo que está detrás del molino.
"¿Qué otra cosa puede ser sino el manzano?," pensó el molinero, y aceptó la condición del desconocido. Éste le respondió con una risa burlona:
- Dentro de tres años volveré a buscar lo que es mío -y se marchó.
Al llegar el molinero a su casa, salió a recibirlo su mujer.
- Dime, ¿cómo es que tan de pronto nos hemos vuelto ricos? En un abrir y cerrar de ojos se han llenado todas las arcas y cajones, no sé cómo y sin que haya entrado nadie.
Respondió el molinero:
- He encontrado a un desconocido en el bosque, y me ha prometido grandes tesoros. En cambio, yo le he prometido lo que hay detrás del molino. ¡El manzano bien vale todo eso!
- ¿Qué has hecho, marido? -exclamó la mujer horrorizada-. Era el diablo, y no se refería al manzano, sino a nuestra hija, que estaba detrás del molino barriendo la era.
La hija del molinero era una muchacha muy linda y piadosa; durante aquellos tres años siguió viviendo en el temor de Dios y libre de pecado. Transcurrido que hubo el plazo y llegado el día en que el maligno debía llevársela, lavóse con todo cuidado, y trazó con tiza un círculo a su alrededor. Presentóse el diablo de madrugada, pero no pudo acercársele y dijo muy colérico al molinero:
- Quita toda el agua, para que no pueda lavarse, pues de otro modo no tengo poder sobre ella.
El molinero, asustado, hizo lo que se le mandaba. A la mañana siguiente volvió el diablo, pero la muchacha había estado llorando con las manos en los ojos, por lo que estaban limpísimas. Así tampoco pudo acercársele el demonio, que dijo furioso al molinero:
- Córtale las manos, pues de otro modo no puedo llevármela.
- ¡Cómo puedo cortar las manos a mi propia hija! -contestó el hombre horrorizado. Pero el otro le dijo con tono amenazador:
- Si no lo haces, eres mío, y me llevaré a ti.
El padre, espantado, prometió obedecer y dijo a su hija: - Hija mía, si no te corto las dos manos, se me llevará el demonio, así se lo he prometido en mi desesperación. Ayúdame en mi desgracia, y perdóname el mal que te hago.
- Padre mío -respondió ella-, haced conmigo lo que os plazca; soy vuestra hija.
Y, tendiendo las manos, se las dejó cortar. Vino el diablo por tercera vez, pero la doncella había estado llorando tantas horas con los muñones apretados contra los ojos, que los tenía limpísimos. Entonces el diablo tuvo que renunciar; había perdido todos sus derechos sobre ella.
Dijo el molinero a la muchacha:
- Por tu causa he recibido grandes beneficios; mientras viva, todos mis cuidados serán para ti.
Pero ella le respondió:
- No puedo seguir aquí; voy a marcharme. Personas compasivas habrá que me den lo que necesite.
Se hizo atar a la espalda los brazos amputados, y, al salir el sol, se puso en camino. Anduvo todo el día, hasta que cerró la noche. Llegó entonces frente al jardín del Rey, y, a la luz de la luna, vio que sus árboles estaban llenos de hermosísimos frutos; pero no podía alcanzarlos, pues el jardín estaba rodeado de agua. Como no había cesado de caminar en todo el día, sin comer ni un solo bocado, sufría mucho de hambre y pensó: "¡Ojalá pudiera entrar a comer algunos de esos frutos! Si no, me moriré de hambre." Arrodillóse e invocó a Dios, y he aquí que de pronto apareció un ángel. Éste cerró una esclusa, de manera que el foso quedó seco, y ella pudo cruzarlo a pie enjuto. Entró entonces la muchacha en el jardín, y el ángel con ella. Vio un peral cargado de hermosas peras, todas las cuales estaban contadas. Se acercó y comió una, cogiéndola del árbol directamente con la boca, para acallar el hambre, pero no más. El jardinero la estuvo observando; pero como el ángel seguía a su lado, no se atrevió a intervenir, pensando que la muchacha era un espíritu; y así se quedó callado, sin llamar ni dirigirle la palabra. Comido que hubo la pera, la muchacha, sintiendo el hambre satisfecha, fue a ocultarse entre la maleza.
El Rey, a quien pertenecía el jardín, se presentó a la mañana siguiente, y, al contar las peras y notar que faltaba una, preguntó al jardinero qué se había hecho de ella. Y respondió el jardinero:
- Anoche entró un espíritu, que no tenía manos, y se comió una directamente con la boca.
- ¿Y cómo pudo el espíritu atravesar el agua? -dijo el Rey-. ¿Y adónde fue, después de comerse la pera?
- Bajó del cielo una figura, con un vestido blanco como la nieve, que cerró la esclusa y detuvo el agua, para que el espíritu pudiese cruzar el foso. Y como no podía ser sino un ángel, no me atreví a llamar ni a preguntar nada. Después de comerse la pera, el espíritu se retiró.
- Si las cosas han ocurrido como dices -declaró el Rey-, esta noche velaré contigo.
Cuando ya oscurecía, el Rey se dirigió al jardín, acompañado de un sacerdote, para que hablara al espíritu. Sentáronse los tres debajo del árbol, atentos a lo que ocurriera. A medianoche se presentó la doncella, viniendo del boscaje, y, acercándose al peral, comióse otra pera, alcanzándola directamente con la boca; a su lado se hallaba el ángel vestido de blanco. Salió entonces el sacerdote y preguntó:
- ¿Vienes del mundo o vienes de Dios? ¿Eres espíritu o un ser humano?
A lo que respondió la muchacha:
- No soy espíritu, sino una criatura humana, abandonada de todos menos de Dios.
Dijo entonces el Rey:
- Si te ha abandonado el mundo, yo no te dejaré.
Y se la llevó a su palacio, y, como la viera tan hermosa y piadosa, se enamoró de ella, mandó hacerle unas manos de plata y la tomó por esposa.
Al cabo de un año, el Rey tuvo que partir para la guerra, y encomendó a su madre la joven reina, diciéndole:
- Cuando sea la hora de dar a luz, atendedla y cuidadla bien, y enviadme en seguida una carta.
Sucedió que la Reina tuvo un hijo, y la abuela apresuróse a comunicar al Rey la buena noticia. Pero el mensajero se detuvo a descansar en el camino, junto a un arroyo, y, extenuado de su larga marcha, se durmió. Acudió entonces el diablo, siempre dispuesto a dañar a la virtuosa Reina, y trocó la carta por otra, en la que ponía que la Reina había traído al mundo un monstruo. Cuando el Rey leyó la carta, espantóse y se entristeció sobremanera; pero escribió en contestación que cuidasen de la Reina hasta su regreso.
Volvióse el mensajero con la respuesta, y se quedó a descansar en el mismo lugar, durmiéndose también como a la ida. Vino el diablo nuevamente, y otra vez le cambió la carta del bolsillo, sustituyéndola por otra que contenía la orden de matar a la Reina y a su hijo. La abuela horrorizóse al recibir aquella misiva, y, no pudiendo prestar crédito a lo que leía, volvió a escribir al Rey; pero recibió una respuesta idéntica, ya que todas las veces el diablo cambió la carta que llevaba el mensajero. En la última le ordenaba incluso que, en testimonio de que había cumplido el mandato, guardase la lengua y los ojos de la Reina.
Pero la anciana madre, desolada de que hubiese de ser vertida una sangre tan inocente, mandó que por la noche trajesen un ciervo, al que sacó los ojos y cortó la lengua. Luego dijo a la Reina:
- No puedo resignarme a matarte, como ordena el Rey; pero no puedes seguir aquí. Márchate con tu hijo por el mundo, y no vuelvas jamás.
Atóle el niño a la espalda, y la desgraciada mujer se marchó con los ojos anegados en lágrimas.
Llegado que hubo a un bosque muy grande y salvaje, se hincó de rodillas e invocó a Dios. Se le apareció el ángel del Señor y la condujo a una casita, en la que podía leerse en un letrerito: "Aquí todo el mundo vive de balde." Salió de la casa una doncella, blanca como la nieve, que le dijo: "Bienvenida, Señora Reina," y la acompañó al interior.
Desatándole de la espalda a su hijito, se lo puso al pecho para que pudiese darle de mamar, y después lo tendió en una camita bien mullida. Preguntóle entonces la pobre madre:
- ¿Cómo sabes que soy reina?
Y la blanca doncella, le respondió:
- Soy un ángel que Dios ha enviado a la tierra para que cuide de ti y de tu hijo.
La joven vivió en aquella casa por espacio de siete años, bien cuidada y atendida, y su piedad era tanta, que Dios, compadecido, hizo que volviesen a crecerle las manos.
Finalmente, el Rey, terminada la campaña, regresó a palacio, y su primer deseo fue ver a su esposa e hijo. Entonces la anciana reina prorrumpió a llorar, exclamando:
- ¡Hombre malvado! ¿No me enviaste la orden de matar a aquellas dos almas inocentes? -y mostróle las dos cartas falsificadas por el diablo, añadiendo: - Hice lo que me mandaste y le enseñó la lengua y los ojos.
El Rey prorrumpió a llorar con gran amargura y desconsuelo, por el triste fin de su infeliz esposa y de su hijo, hasta que la abuela, apiadada, le dijo:
- Consuélate, que aún viven. De escondidas hice matar una cierva, y guardé estas partes como testimonio. En cuanto a tu esposa, le até el niño a la espalda y la envié a vagar por el mundo, haciéndole prometer que jamás volvería aquí, ya que tan enojado estabas con ella.
Dijo entonces el Rey:
- No cesaré de caminar mientras vea cielo sobre mi cabeza, sin comer ni beber, hasta que haya encontrado a mi esposa y a mi hijo, si es que no han muerto de hambre o de frío.
Estuvo el Rey vagando durante todos aquellos siete años, buscando en todos los riscos y grutas, sin encontrarla en ninguna parte, y ya pensaba que habría muerto de hambre. En todo aquel tiempo no comió ni bebió, pero Dios lo sostuvo. Por fin llegó a un gran bosque, y en él descubrió la casita con el letrerito: "Aquí todo el mundo vive de balde." Salió la blanca doncella y, cogiéndolo de la mano, lo llevó al interior y le dijo:
- Bienvenido, Señor Rey -y le preguntó luego de dónde venía.
- Pronto hará siete años -respondió él- que ando errante en busca de mi esposa y de mi hijo; pero no los encuentro en parte alguna.
El ángel le ofreció comida y bebida, pero él las rehusó, pidiendo sólo que lo dejasen descansar un poco. Tendióse a dormir y se cubrió la cara con un pañuelo.
Entonces el ángel entró en el aposento en que se hallaba la Reina con su hijito, al que solía llamar Dolorido, y le dijo:
- Sal ahí fuera con el niño, que ha llegado tu esposo.
Salió ella a la habitación en que el Rey descansaba, y el pañuelo se le cayó de la cara, por lo que dijo la Reina:
- Dolorido, recoge aquel pañuelo de tu padre y vuelve a cubrirle el rostro.
Obedeció el niño y le puso el lienzo sobre la cara; pero el Rey, que lo había oído en sueños, volvió a dejarlo caer adrede. El niño, impacientándose, exclamó:
- Madrecita. ¿cómo puedo tapar el rostro de mi padre, si no tengo padre ninguno en el mundo? En la oración he aprendido a decir: Padre nuestro que estás en los Cielos; y tú me has dicho que mi padre estaba en el cielo, y era Dios Nuestro Señor. ¿Cómo quieres que conozca a este hombre tan salvaje? ¡No es mi padre!
Al oír el Rey estas palabras, se incorporó y le preguntó quién era. Respondióle ella entonces:
- Soy tu esposa, y éste es Dolorido, tu hijo.
Pero al ver el Rey sus manos de carne, replicó: - Mi esposa tenía las manos de plata.
- Dios misericordioso me devolvió las mías naturales -dijo ella; y el ángel salió fuera y volvió en seguida con las manos de plata. Entonces tuvo el Rey la certeza de que se hallaba ante su esposa y su hijo, y, besándolos a los dos, dijo, fuera de sí de alegría.
- ¡Qué terrible peso se me ha caído del corazón!
El ángel del Señor les dio de comer por última vez a todos juntos, y luego los tres emprendieron el camino de palacio, para reunirse con la abuela. Hubo grandes fiestas y regocijos, y el Rey y la Reina celebraron una segunda boda y vivieron felices hasta el fin.
- ¿Por qué fatigarse partiendo leña? Yo te haré rico sólo con que me prometas lo que está detrás del molino.
"¿Qué otra cosa puede ser sino el manzano?," pensó el molinero, y aceptó la condición del desconocido. Éste le respondió con una risa burlona:
- Dentro de tres años volveré a buscar lo que es mío -y se marchó.
Al llegar el molinero a su casa, salió a recibirlo su mujer.
- Dime, ¿cómo es que tan de pronto nos hemos vuelto ricos? En un abrir y cerrar de ojos se han llenado todas las arcas y cajones, no sé cómo y sin que haya entrado nadie.
Respondió el molinero:
- He encontrado a un desconocido en el bosque, y me ha prometido grandes tesoros. En cambio, yo le he prometido lo que hay detrás del molino. ¡El manzano bien vale todo eso!
- ¿Qué has hecho, marido? -exclamó la mujer horrorizada-. Era el diablo, y no se refería al manzano, sino a nuestra hija, que estaba detrás del molino barriendo la era.
La hija del molinero era una muchacha muy linda y piadosa; durante aquellos tres años siguió viviendo en el temor de Dios y libre de pecado. Transcurrido que hubo el plazo y llegado el día en que el maligno debía llevársela, lavóse con todo cuidado, y trazó con tiza un círculo a su alrededor. Presentóse el diablo de madrugada, pero no pudo acercársele y dijo muy colérico al molinero:
- Quita toda el agua, para que no pueda lavarse, pues de otro modo no tengo poder sobre ella.
El molinero, asustado, hizo lo que se le mandaba. A la mañana siguiente volvió el diablo, pero la muchacha había estado llorando con las manos en los ojos, por lo que estaban limpísimas. Así tampoco pudo acercársele el demonio, que dijo furioso al molinero:
- Córtale las manos, pues de otro modo no puedo llevármela.
- ¡Cómo puedo cortar las manos a mi propia hija! -contestó el hombre horrorizado. Pero el otro le dijo con tono amenazador:
- Si no lo haces, eres mío, y me llevaré a ti.
El padre, espantado, prometió obedecer y dijo a su hija: - Hija mía, si no te corto las dos manos, se me llevará el demonio, así se lo he prometido en mi desesperación. Ayúdame en mi desgracia, y perdóname el mal que te hago.
- Padre mío -respondió ella-, haced conmigo lo que os plazca; soy vuestra hija.
Y, tendiendo las manos, se las dejó cortar. Vino el diablo por tercera vez, pero la doncella había estado llorando tantas horas con los muñones apretados contra los ojos, que los tenía limpísimos. Entonces el diablo tuvo que renunciar; había perdido todos sus derechos sobre ella.
Dijo el molinero a la muchacha:
- Por tu causa he recibido grandes beneficios; mientras viva, todos mis cuidados serán para ti.
Pero ella le respondió:
- No puedo seguir aquí; voy a marcharme. Personas compasivas habrá que me den lo que necesite.
Se hizo atar a la espalda los brazos amputados, y, al salir el sol, se puso en camino. Anduvo todo el día, hasta que cerró la noche. Llegó entonces frente al jardín del Rey, y, a la luz de la luna, vio que sus árboles estaban llenos de hermosísimos frutos; pero no podía alcanzarlos, pues el jardín estaba rodeado de agua. Como no había cesado de caminar en todo el día, sin comer ni un solo bocado, sufría mucho de hambre y pensó: "¡Ojalá pudiera entrar a comer algunos de esos frutos! Si no, me moriré de hambre." Arrodillóse e invocó a Dios, y he aquí que de pronto apareció un ángel. Éste cerró una esclusa, de manera que el foso quedó seco, y ella pudo cruzarlo a pie enjuto. Entró entonces la muchacha en el jardín, y el ángel con ella. Vio un peral cargado de hermosas peras, todas las cuales estaban contadas. Se acercó y comió una, cogiéndola del árbol directamente con la boca, para acallar el hambre, pero no más. El jardinero la estuvo observando; pero como el ángel seguía a su lado, no se atrevió a intervenir, pensando que la muchacha era un espíritu; y así se quedó callado, sin llamar ni dirigirle la palabra. Comido que hubo la pera, la muchacha, sintiendo el hambre satisfecha, fue a ocultarse entre la maleza.
El Rey, a quien pertenecía el jardín, se presentó a la mañana siguiente, y, al contar las peras y notar que faltaba una, preguntó al jardinero qué se había hecho de ella. Y respondió el jardinero:
- Anoche entró un espíritu, que no tenía manos, y se comió una directamente con la boca.
- ¿Y cómo pudo el espíritu atravesar el agua? -dijo el Rey-. ¿Y adónde fue, después de comerse la pera?
- Bajó del cielo una figura, con un vestido blanco como la nieve, que cerró la esclusa y detuvo el agua, para que el espíritu pudiese cruzar el foso. Y como no podía ser sino un ángel, no me atreví a llamar ni a preguntar nada. Después de comerse la pera, el espíritu se retiró.
- Si las cosas han ocurrido como dices -declaró el Rey-, esta noche velaré contigo.
Cuando ya oscurecía, el Rey se dirigió al jardín, acompañado de un sacerdote, para que hablara al espíritu. Sentáronse los tres debajo del árbol, atentos a lo que ocurriera. A medianoche se presentó la doncella, viniendo del boscaje, y, acercándose al peral, comióse otra pera, alcanzándola directamente con la boca; a su lado se hallaba el ángel vestido de blanco. Salió entonces el sacerdote y preguntó:
- ¿Vienes del mundo o vienes de Dios? ¿Eres espíritu o un ser humano?
A lo que respondió la muchacha:
- No soy espíritu, sino una criatura humana, abandonada de todos menos de Dios.
Dijo entonces el Rey:
- Si te ha abandonado el mundo, yo no te dejaré.
Y se la llevó a su palacio, y, como la viera tan hermosa y piadosa, se enamoró de ella, mandó hacerle unas manos de plata y la tomó por esposa.
Al cabo de un año, el Rey tuvo que partir para la guerra, y encomendó a su madre la joven reina, diciéndole:
- Cuando sea la hora de dar a luz, atendedla y cuidadla bien, y enviadme en seguida una carta.
Sucedió que la Reina tuvo un hijo, y la abuela apresuróse a comunicar al Rey la buena noticia. Pero el mensajero se detuvo a descansar en el camino, junto a un arroyo, y, extenuado de su larga marcha, se durmió. Acudió entonces el diablo, siempre dispuesto a dañar a la virtuosa Reina, y trocó la carta por otra, en la que ponía que la Reina había traído al mundo un monstruo. Cuando el Rey leyó la carta, espantóse y se entristeció sobremanera; pero escribió en contestación que cuidasen de la Reina hasta su regreso.
Volvióse el mensajero con la respuesta, y se quedó a descansar en el mismo lugar, durmiéndose también como a la ida. Vino el diablo nuevamente, y otra vez le cambió la carta del bolsillo, sustituyéndola por otra que contenía la orden de matar a la Reina y a su hijo. La abuela horrorizóse al recibir aquella misiva, y, no pudiendo prestar crédito a lo que leía, volvió a escribir al Rey; pero recibió una respuesta idéntica, ya que todas las veces el diablo cambió la carta que llevaba el mensajero. En la última le ordenaba incluso que, en testimonio de que había cumplido el mandato, guardase la lengua y los ojos de la Reina.
Pero la anciana madre, desolada de que hubiese de ser vertida una sangre tan inocente, mandó que por la noche trajesen un ciervo, al que sacó los ojos y cortó la lengua. Luego dijo a la Reina:
- No puedo resignarme a matarte, como ordena el Rey; pero no puedes seguir aquí. Márchate con tu hijo por el mundo, y no vuelvas jamás.
Atóle el niño a la espalda, y la desgraciada mujer se marchó con los ojos anegados en lágrimas.
Llegado que hubo a un bosque muy grande y salvaje, se hincó de rodillas e invocó a Dios. Se le apareció el ángel del Señor y la condujo a una casita, en la que podía leerse en un letrerito: "Aquí todo el mundo vive de balde." Salió de la casa una doncella, blanca como la nieve, que le dijo: "Bienvenida, Señora Reina," y la acompañó al interior.
Desatándole de la espalda a su hijito, se lo puso al pecho para que pudiese darle de mamar, y después lo tendió en una camita bien mullida. Preguntóle entonces la pobre madre:
- ¿Cómo sabes que soy reina?
Y la blanca doncella, le respondió:
- Soy un ángel que Dios ha enviado a la tierra para que cuide de ti y de tu hijo.
La joven vivió en aquella casa por espacio de siete años, bien cuidada y atendida, y su piedad era tanta, que Dios, compadecido, hizo que volviesen a crecerle las manos.
Finalmente, el Rey, terminada la campaña, regresó a palacio, y su primer deseo fue ver a su esposa e hijo. Entonces la anciana reina prorrumpió a llorar, exclamando:
- ¡Hombre malvado! ¿No me enviaste la orden de matar a aquellas dos almas inocentes? -y mostróle las dos cartas falsificadas por el diablo, añadiendo: - Hice lo que me mandaste y le enseñó la lengua y los ojos.
El Rey prorrumpió a llorar con gran amargura y desconsuelo, por el triste fin de su infeliz esposa y de su hijo, hasta que la abuela, apiadada, le dijo:
- Consuélate, que aún viven. De escondidas hice matar una cierva, y guardé estas partes como testimonio. En cuanto a tu esposa, le até el niño a la espalda y la envié a vagar por el mundo, haciéndole prometer que jamás volvería aquí, ya que tan enojado estabas con ella.
Dijo entonces el Rey:
- No cesaré de caminar mientras vea cielo sobre mi cabeza, sin comer ni beber, hasta que haya encontrado a mi esposa y a mi hijo, si es que no han muerto de hambre o de frío.
Estuvo el Rey vagando durante todos aquellos siete años, buscando en todos los riscos y grutas, sin encontrarla en ninguna parte, y ya pensaba que habría muerto de hambre. En todo aquel tiempo no comió ni bebió, pero Dios lo sostuvo. Por fin llegó a un gran bosque, y en él descubrió la casita con el letrerito: "Aquí todo el mundo vive de balde." Salió la blanca doncella y, cogiéndolo de la mano, lo llevó al interior y le dijo:
- Bienvenido, Señor Rey -y le preguntó luego de dónde venía.
- Pronto hará siete años -respondió él- que ando errante en busca de mi esposa y de mi hijo; pero no los encuentro en parte alguna.
El ángel le ofreció comida y bebida, pero él las rehusó, pidiendo sólo que lo dejasen descansar un poco. Tendióse a dormir y se cubrió la cara con un pañuelo.
Entonces el ángel entró en el aposento en que se hallaba la Reina con su hijito, al que solía llamar Dolorido, y le dijo:
- Sal ahí fuera con el niño, que ha llegado tu esposo.
Salió ella a la habitación en que el Rey descansaba, y el pañuelo se le cayó de la cara, por lo que dijo la Reina:
- Dolorido, recoge aquel pañuelo de tu padre y vuelve a cubrirle el rostro.
Obedeció el niño y le puso el lienzo sobre la cara; pero el Rey, que lo había oído en sueños, volvió a dejarlo caer adrede. El niño, impacientándose, exclamó:
- Madrecita. ¿cómo puedo tapar el rostro de mi padre, si no tengo padre ninguno en el mundo? En la oración he aprendido a decir: Padre nuestro que estás en los Cielos; y tú me has dicho que mi padre estaba en el cielo, y era Dios Nuestro Señor. ¿Cómo quieres que conozca a este hombre tan salvaje? ¡No es mi padre!
Al oír el Rey estas palabras, se incorporó y le preguntó quién era. Respondióle ella entonces:
- Soy tu esposa, y éste es Dolorido, tu hijo.
Pero al ver el Rey sus manos de carne, replicó: - Mi esposa tenía las manos de plata.
- Dios misericordioso me devolvió las mías naturales -dijo ella; y el ángel salió fuera y volvió en seguida con las manos de plata. Entonces tuvo el Rey la certeza de que se hallaba ante su esposa y su hijo, y, besándolos a los dos, dijo, fuera de sí de alegría.
- ¡Qué terrible peso se me ha caído del corazón!
El ángel del Señor les dio de comer por última vez a todos juntos, y luego los tres emprendieron el camino de palacio, para reunirse con la abuela. Hubo grandes fiestas y regocijos, y el Rey y la Reina celebraron una segunda boda y vivieron felices hasta el fin.
- "Blancanieves" -
Había una vez, en pleno invierno, una reina que se dedicaba a la costura sentada cerca de una venta-na con marco de ébano negro. Los copos de nieve caían del cielo como plumones. Mirando nevar se pinchó un dedo con su aguja y tres gotas de sangre cayeron en la nieve. Como el efecto que hacía el rojo sobre la blanca nieve era tan bello, la reina se dijo.
-¡Ojalá tuviera una niña tan blanca como la nie-ve, tan roja como la sangre y tan negra como la madera de ébano!
Poco después tuvo una niñita que era tan blanca como la nieve, tan encarnada como la sangre y cuyos cabellos eran tan negros como el ébano.
Por todo eso fue llamada Blancanieves. Y al na-cer la niña, la reina murió.
Un año más tarde el rey tomó otra esposa. Era una mujer bella pero orgullosa y arrogante, y no po-día soportar que nadie la superara en belleza. Tenía un espejo maravilloso y cuando se ponía frente a él, mirándose le preguntaba:
¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?
Entonces el espejo respondía:
La Reina es la más hermosa de esta región.
Ella quedaba satisfecha pues sabía que su espejo siempre decía la verdad.
Pero Blancanieves crecía y embellecía cada vez más; cuando alcanzó los siete años era tan bella co-mo la clara luz del día y aún más linda que la reina.
Ocurrió que un día cuando le preguntó al espejo:
¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?
el espejo respondió:
La Reina es la hermosa de este lugar,
pero la linda Blancanieves lo es mucho más.
Entonces la reina tuvo miedo y se puso amarilla y verde de envidia. A partir de ese momento, cuando veía a Blancanieves el corazón le daba un vuelco en el pecho, tal era el odio que sentía por la niña. Y su envidia y su orgullo crecían cada día más, como una mala hierba, de tal modo que no encontraba reposo, ni de día ni de noche.
Entonces hizo llamar a un cazador y le dijo:
-Lleva esa niña al bosque; no quiero que aparez-ca más ante mis ojos. La matarás y me traerás sus pulmones y su hígado como prueba.
El cazador obedeció y se la llevó, pero cuando quiso atravesar el corazón de Blancanieves, la niña se puso a llorar y exclamó:
-¡Mi buen cazador, no me mates!; correré hacia el bosque espeso y no volveré nunca más.
Como era tan linda el cazador tuvo piedad y di-jo:
-¡Corre, pues, mi pobre niña!
Pensaba, sin embargo, que las fieras pronto la devorarían. No obstante, no tener que matarla fue para él como si le quitaran un peso del corazón. Un cerdito venía saltando; el cazador lo mató, extrajo sus pulmones y su hígado y los llevó a la reina como prueba de que había cumplido su misión. El cocine-ro los cocinó con sal y la mala mujer los comió cre-yendo comer los pulmones y el hígado de Blancanieves.
Por su parte, la pobre niña se encontraba en medio de los grandes bosques, abandonada por todos y con tal miedo que todas las hojas de los árbo-les la asustaban. No tenía idea de cómo arreglárselas y entonces corrió y corrió sobre guijarros filosos y a través de las zarzas. Los animales salvajes se cruza-ban con ella pero no le hacían ningún daño. Corrió hasta la caída de la tarde; entonces vio una casita a la que entró para descansar. En la cabañita todo era pequeño, pero tan lindo y limpio como se pueda imaginar. Había una mesita pequeña con un mantel blanco y sobre él siete platitos, cada uno con su pe-queña cuchara, más siete cuchillos, siete tenedores y siete vasos, todos pequeños. A lo largo de la pared estaban dispuestas, una junto a la otra, siete camitas cubiertas con sábanas blancas como la nieve. Como tenía mucha hambre y mucha sed, Blancanieves co-mió trozos de legumbres y de pan de cada platito y bebió una gota de vino de cada vasito. Luego se sin-tió muy cansada y se quiso acostar en una de las ca-mas. Pero ninguna era de su medida; una era demasiado larga, otra un poco corta, hasta que fi-nalmente la séptima le vino bien. Se acostó, se en-comendó a Dios y se durmió.
Cuando cayó la noche volvieron los dueños de casa; eran siete enanos que excavaban y extraían metal en las montañas. Encendieron sus siete faro-litos y vieron que alguien había venido, pues las co-sas no estaban en el orden en que las habían dejado. El primero dijo:
-¿Quién se sentó en mi sillita?
El segundo:
-¿Quién comió en mi platito?
El tercero:
-¿Quién comió de mi pan?
El cuarto:
-¿Quién comió de mis legumbres?
El quinto.
-¿Quién pinchó con mi tenedor?
El sexto:
-¿Quién cortó con mi cuchillo?
El séptimo:
-¿Quién bebió en mi vaso?
Luego el primero pasó su vista alrededor y vio una pequeña arruga en su cama y dijo:
-¿Quién anduvo en mi lecho?
Los otros acudieron y exclamaron:
-¡Alguien se ha acostado en el mío también! Mi-rando en el suyo, el séptimo descubrió a Blancanie-ves, acostada y dormida. Llamó a los otros, que se precipitaron con exclamaciones de asombro. Enton-ces fueron a buscar sus siete farolitos para alumbrar a Blancanieves.
-¡Oh, mi Dios -exclamaron- qué bella es esta ni-ña!
Y sintieron una alegría tan grande que no la des-pertaron y la dejaron proseguir su sueño. El séptimo enano se acostó una hora con cada uno de sus com-pañeros y así pasó la noche.
Al amanecer, Blancanieves despertó y viendo a los siete enanos tuvo miedo. Pero ellos se mostraron amables y le preguntaron.
-¿Cómo te llamas?
-Me llamo Blancanieves -respondió ella.
-¿Como llegaste hasta nuestra casa?
Entonces ella les contó que su madrastra había querido matarla pero el cazador había tenido piedad de ella permitiéndole correr durante todo el día hasta encontrar la casita.
Los enanos le dijeron:
-Si quieres hacer la tarea de la casa, cocinar, ha-cer las camas, lavar, coser y tejer y si tienes todo en orden y bien limpio puedes quedarte con nosotros; no te faltará nada.
-Sí -respondió Blancanieves- acepto de todo co-razón. Y se quedó con ellos.
Blancanieves tuvo la casa en orden. Por las ma-ñanas los enanos partían hacia las montañas, donde buscaban los minerales y el oro, y regresaban por la noche. Para ese entonces la comida estaba lista.
Durante todo el día la niña permanecía sola; los buenos enanos la previnieron:
-¡Cuídate de tu madrastra; pronto sabrá que estás aquí! ¡No dejes entrar a nadie!
La reina, una vez que comió los que creía que eran los pulmones y el hígado de Blancanieves, se creyó de nuevo la principal y la más bella de todas las mujeres. Se puso ante el espejo y dijo:
¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?
Entonces el espejo respondió.
Pero, pasando los bosques,
en la casa de los enanos,
la linda Blancanieves lo es mucho más.
La Reina es la más hermosa de este lugar
La reina quedó aterrorizada pues sabía que el es-pejo no mentía nunca. Se dio cuenta de que el caza-dor la había engañado y de que Blancanieves vivía. Reflexionó y buscó un nuevo modo de deshacerse de ella pues hasta que no fuera la más bella de la re-gión la envidia no le daría tregua ni reposo. Cuando finalmente urdió un plan se pintó la cara, se vistió como una vieja buhonera y quedó totalmente irre-conocible.
Así disfrazada atravesó las siete montañas y llegó a la casa de los siete enanos, golpeó a la puerta y gritó:
-¡Vendo buena mercadería! ¡Vendo! ¡Vendo!
Blancanieves miró por la ventana y dijo:
-Buen día, buena mujer. ¿Qué vende usted?
-Una excelente mercadería -respondió-; cintas de todos colores.
La vieja sacó una trenzada en seda multicolor, y Blancanieves pensó:
-Bien puedo dejar entrar a esta buena mujer.
Corrió el cerrojo para permitirle el paso y poder comprar esa linda cinta.
-¡Niña -dijo la vieja- qué mal te has puesto esa cinta! Acércate que te la arreglo como se debe.
Blancanieves, que no desconfiaba, se colocó delante de ella para que le arreglara el lazo. Pero rápi-damente la vieja lo oprimió tan fuerte que Blancanieves perdió el aliento y cayó como muerta.
-Y bien -dijo la vieja-, dejaste de ser la más bella. Y se fue.
Poco después, a la noche, los siete enanos regre-saron a la casa y se asustaron mucho al ver a Blanca-nieves en el suelo, inmóvil. La levantaron y descubrieron el lazo que la oprimía. Lo cortaron y Blancanieves comenzó a respirar y a reanimarse po-co a poco.
Cuando los enanos supieron lo que había pasado dijeron:
-La vieja vendedora no era otra que la malvada reina. ¡Ten mucho cuidado y no dejes entrar a nadie cuando no estamos cerca!
Cuando la reina volvió a su casa se puso frente al espejo y preguntó:
¡Espejito, espejito, de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?
Entonces, como la vez anterior, respondió:
La Reina es la más hermosa de este lugar,
Pero pasando los bosques,
en la casa de los enanos,
la linda Blancanieves lo es mucho más.
Cuando oyó estas palabras toda la sangre le aflu-yó al corazón. El terror la invadió, pues era claro que Blancanieves había recobrado la vida.
-Pero ahora -dijo ella- voy a inventar algo que te hará perecer.
Y con la ayuda de sortilegios, en los que era ex-perta, fabricó un peine envenenado. Luego se disfra-zó tomando el aspecto de otra vieja. Así vestida atravesó las siete montañas y llegó a la casa de los siete enanos. Golpeó a la puerta y gritó:
-¡Vendo buena mercadería! ¡Vendo! ¡Vendo!
Blancanieves miró desde adentro y dijo:
-Sigue tu camino; no puedo dejar entrar a nadie.
-Al menos podrás mirar -dijo la vieja, sacando el peine envenenado y levantándolo en el aire.
Tanto le gustó a la niña que se dejó seducir y abrió la puerta. Cuando se pusieron de acuerdo so-bre la compra la vieja le dilo:
-Ahora te voy a peinar como corresponde.
La pobre Blancanieves, que nunca pensaba mal, dejó hacer a la vieja pero apenas ésta le había puesto el peine en los cabellos el veneno hizo su efecto y la pequeña cayó sin conocimiento.
-¡Oh, prodigio de belleza -dijo la mala mujer-ahora sí que acabé contigo!
Por suerte la noche llegó pronto trayendo a los enanos con ella. Cuando vieron a Blancanieves en el suelo, como muerta, sospecharon enseguida de la madrastra. Examinaron a la niña y encontraron el peine envenenado. Apenas lo retiraron, Blancanieves volvió en sí y les contó lo que había sucedido. En-tonces le advirtieron una vez más que debería cui-darse y no abrir la puerta a nadie.
En cuanto llegó a su casa la reina se colocó frente al espejo y dijo:
¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?
Y el espejito, respondió nuevamente:
La Reina es la más hermosa de este lugar.
Pero pasando los bosques,
en la casa de los enanos,
la linda Blancanieves lo es mucho más.
La reina al oír hablar al espejo de ese modo, se estremeció y tembló de cólera.
-Es necesario que Blancanieves muera -exclamó-aunque me cueste la vida a mí misma.
Se dirigió entonces a una habitación escondida y solitaria a la que nadie podía entrar y fabricó una manzana envenenada. Exteriormente parecía buena, blanca y roja y tan bien hecha que tentaba a quien la veía; pero apenas se comía un trocito sobrevenía la muerte. Cuando la manzana estuvo pronta, se pintó la cara, se disfrazó de campesina y atravesó las siete montañas hasta llegar a la casa de los siete enanos.
Golpeó. Blancanieves sacó la cabeza por la ven-tana y dijo:
-No puedo dejar entrar a nadie; los enanos me lo han prohibido.
-No es nada -dijo la campesina- me voy a librar de mis manzanas. Toma, te voy a dar una.
-No-dijo Blancanieves -tampoco debo aceptar nada.
-¿Ternes que esté envenenada? -dijo la vieja-; mi-ra, corto la manzana en dos partes; tú comerás la parte roja y yo la blanca.
La manzana estaba tan ingeniosamente hecha que solamente la parte roja contenía veneno. La be-lla manzana tentaba a Blancanieves y cuando vio a la campesina comer no pudo resistir más, estiró la ma-no y tomó la mitad envenenada. Apenas tuvo un trozo en la boca, cayó muerta.
Entonces la vieja la examinó con mirada horri-ble, rió muy fuerte y dijo.
-Blanca como la nieve, roja como la sangre, ne-gra como el ébano. ¡Esta vez los enanos no podrán reanimarte!
Vuelta a su casa interrogó al espejo:
¡Espejito, espejito de mi habitación!
¿Quién es la más hermosa de esta región? Y el espejo finalmente respondió. La Reina es la más hermosa de esta región.
Entonces su corazón envidioso encontró repo-so, si es que los corazones envidiosos pueden en-contrar alguna vez reposo.
A la noche, al volver a la casa, los enanitos en-contraron a Blancanieves tendida en el suelo sin que un solo aliento escapara de su boca: estaba muerta. La levantaron, buscaron alguna cosa envenenada, aflojaron sus lazos, le peinaron los cabellos, la lava-ron con agua y con vino pelo todo esto no sirvió de nada: la querida niña estaba muerta y siguió están-dolo.
La pusieron en una parihuela. se sentaron junto a ella y durante tres días lloraron. Luego quisieron enterrarla pero ella estaba tan fresca como una per-sona viva y mantenía aún sus mejillas sonrosadas.
Los enanos se dijeron:
-No podemos ponerla bajo la negra tierra. E hi-cieron un ataúd de vidrio para que se la pudiera ver desde todos los ángulos, la pusieron adentro e inscribieron su nombre en letras de oro proclamando que era hija de un rey. Luego expusieron el ataúd en la montaña. Uno de ellos permanecería siempre a su lado para cuidarla. Los animales también vinieron a llorarla: primero un mochuelo, luego un cuervo y más tarde una palomita.
Blancanieves permaneció mucho tiempo en el ataúd sin descomponerse; al contrario, parecía dor-mir, ya que siempre estaba blanca como la nieve, roja como la sangre y sus cabellos eran negros como el ébano.
Ocurrió una vez que el hijo de un rey llegó, por azar, al bosque y fue a casa de los enanos a pasar la noche. En la montaña vio el ataúd con la hermosa Blancanieves en su interior y leyó lo que estaba es-crito en letras de oro.
Entonces dijo a los enanos:
-Dénme ese ataúd; les daré lo que quieran a cambio.
-No lo daríamos por todo el oro del mundo -respondieron los enanos.
-En ese caso -replicó el príncipe- regálenmelo pues no puedo vivir sin ver a Blancanieves. La hon-raré, la estimaré como a lo que más quiero en el mundo.
Al oírlo hablar de este modo los enanos tuvieron piedad de él y le dieron el ataúd. El príncipe lo hizo llevar sobre las espaldas de sus servidores, pero su-cedió que éstos tropezaron contra un arbusto y co-mo consecuencia del sacudón el trozo de manzana envenenada que Blancanieves aún conservaba en su garganta fue despedido hacia afuera. Poco después abrió los ojos, levantó la tapa del ataúd y se irguió, resucitada.
-¡Oh, Dios!, ¿dónde estoy? -exclamó.
-Estás a mi lado -le dijo el príncipe lleno de ale-gría.
Le contó lo que había pasado y le dijo:
-Te amo como a nadie en el mundo; ven conmi-go al castillo de mi padre; serás mi mujer.
Entonces Blancanieves comenzó a sentir cariño por él y se preparó la boda con gran pompa y mag-nificencia.
También fue invitada a la fiesta la madrastra criminal de Blancanieves. Después de vestirse con sus hermosos trajes fue ante el espejo y preguntó:
¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?
El espejo respondió:
La Reina es la más hermosa de este lugar. Pero la joven Reina lo es mucho más.
Entonces la mala mujer lanzó un juramento y tuvo tanto, tanto miedo, que no supo qué hacer. Al principio no quería ir de ningún modo a la boda. Pero no encontró reposo hasta no ver a la joven reina.
Al entrar reconoció a Blancanieves y la angustia y el espanto que le produjo el descubrimiento la de-jaron clavada al piso sin poder moverse.
Pero ya habían puesto zapatos de hierro sobre carbones encendidos y luego los colocaron delante de ella con tenazas. Se obligó a la bruja a entrar en esos zapatos incandescentes y a bailar hasta que le llegara la muerte.
-¡Ojalá tuviera una niña tan blanca como la nie-ve, tan roja como la sangre y tan negra como la madera de ébano!
Poco después tuvo una niñita que era tan blanca como la nieve, tan encarnada como la sangre y cuyos cabellos eran tan negros como el ébano.
Por todo eso fue llamada Blancanieves. Y al na-cer la niña, la reina murió.
Un año más tarde el rey tomó otra esposa. Era una mujer bella pero orgullosa y arrogante, y no po-día soportar que nadie la superara en belleza. Tenía un espejo maravilloso y cuando se ponía frente a él, mirándose le preguntaba:
¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?
Entonces el espejo respondía:
La Reina es la más hermosa de esta región.
Ella quedaba satisfecha pues sabía que su espejo siempre decía la verdad.
Pero Blancanieves crecía y embellecía cada vez más; cuando alcanzó los siete años era tan bella co-mo la clara luz del día y aún más linda que la reina.
Ocurrió que un día cuando le preguntó al espejo:
¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?
el espejo respondió:
La Reina es la hermosa de este lugar,
pero la linda Blancanieves lo es mucho más.
Entonces la reina tuvo miedo y se puso amarilla y verde de envidia. A partir de ese momento, cuando veía a Blancanieves el corazón le daba un vuelco en el pecho, tal era el odio que sentía por la niña. Y su envidia y su orgullo crecían cada día más, como una mala hierba, de tal modo que no encontraba reposo, ni de día ni de noche.
Entonces hizo llamar a un cazador y le dijo:
-Lleva esa niña al bosque; no quiero que aparez-ca más ante mis ojos. La matarás y me traerás sus pulmones y su hígado como prueba.
El cazador obedeció y se la llevó, pero cuando quiso atravesar el corazón de Blancanieves, la niña se puso a llorar y exclamó:
-¡Mi buen cazador, no me mates!; correré hacia el bosque espeso y no volveré nunca más.
Como era tan linda el cazador tuvo piedad y di-jo:
-¡Corre, pues, mi pobre niña!
Pensaba, sin embargo, que las fieras pronto la devorarían. No obstante, no tener que matarla fue para él como si le quitaran un peso del corazón. Un cerdito venía saltando; el cazador lo mató, extrajo sus pulmones y su hígado y los llevó a la reina como prueba de que había cumplido su misión. El cocine-ro los cocinó con sal y la mala mujer los comió cre-yendo comer los pulmones y el hígado de Blancanieves.
Por su parte, la pobre niña se encontraba en medio de los grandes bosques, abandonada por todos y con tal miedo que todas las hojas de los árbo-les la asustaban. No tenía idea de cómo arreglárselas y entonces corrió y corrió sobre guijarros filosos y a través de las zarzas. Los animales salvajes se cruza-ban con ella pero no le hacían ningún daño. Corrió hasta la caída de la tarde; entonces vio una casita a la que entró para descansar. En la cabañita todo era pequeño, pero tan lindo y limpio como se pueda imaginar. Había una mesita pequeña con un mantel blanco y sobre él siete platitos, cada uno con su pe-queña cuchara, más siete cuchillos, siete tenedores y siete vasos, todos pequeños. A lo largo de la pared estaban dispuestas, una junto a la otra, siete camitas cubiertas con sábanas blancas como la nieve. Como tenía mucha hambre y mucha sed, Blancanieves co-mió trozos de legumbres y de pan de cada platito y bebió una gota de vino de cada vasito. Luego se sin-tió muy cansada y se quiso acostar en una de las ca-mas. Pero ninguna era de su medida; una era demasiado larga, otra un poco corta, hasta que fi-nalmente la séptima le vino bien. Se acostó, se en-comendó a Dios y se durmió.
Cuando cayó la noche volvieron los dueños de casa; eran siete enanos que excavaban y extraían metal en las montañas. Encendieron sus siete faro-litos y vieron que alguien había venido, pues las co-sas no estaban en el orden en que las habían dejado. El primero dijo:
-¿Quién se sentó en mi sillita?
El segundo:
-¿Quién comió en mi platito?
El tercero:
-¿Quién comió de mi pan?
El cuarto:
-¿Quién comió de mis legumbres?
El quinto.
-¿Quién pinchó con mi tenedor?
El sexto:
-¿Quién cortó con mi cuchillo?
El séptimo:
-¿Quién bebió en mi vaso?
Luego el primero pasó su vista alrededor y vio una pequeña arruga en su cama y dijo:
-¿Quién anduvo en mi lecho?
Los otros acudieron y exclamaron:
-¡Alguien se ha acostado en el mío también! Mi-rando en el suyo, el séptimo descubrió a Blancanie-ves, acostada y dormida. Llamó a los otros, que se precipitaron con exclamaciones de asombro. Enton-ces fueron a buscar sus siete farolitos para alumbrar a Blancanieves.
-¡Oh, mi Dios -exclamaron- qué bella es esta ni-ña!
Y sintieron una alegría tan grande que no la des-pertaron y la dejaron proseguir su sueño. El séptimo enano se acostó una hora con cada uno de sus com-pañeros y así pasó la noche.
Al amanecer, Blancanieves despertó y viendo a los siete enanos tuvo miedo. Pero ellos se mostraron amables y le preguntaron.
-¿Cómo te llamas?
-Me llamo Blancanieves -respondió ella.
-¿Como llegaste hasta nuestra casa?
Entonces ella les contó que su madrastra había querido matarla pero el cazador había tenido piedad de ella permitiéndole correr durante todo el día hasta encontrar la casita.
Los enanos le dijeron:
-Si quieres hacer la tarea de la casa, cocinar, ha-cer las camas, lavar, coser y tejer y si tienes todo en orden y bien limpio puedes quedarte con nosotros; no te faltará nada.
-Sí -respondió Blancanieves- acepto de todo co-razón. Y se quedó con ellos.
Blancanieves tuvo la casa en orden. Por las ma-ñanas los enanos partían hacia las montañas, donde buscaban los minerales y el oro, y regresaban por la noche. Para ese entonces la comida estaba lista.
Durante todo el día la niña permanecía sola; los buenos enanos la previnieron:
-¡Cuídate de tu madrastra; pronto sabrá que estás aquí! ¡No dejes entrar a nadie!
La reina, una vez que comió los que creía que eran los pulmones y el hígado de Blancanieves, se creyó de nuevo la principal y la más bella de todas las mujeres. Se puso ante el espejo y dijo:
¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?
Entonces el espejo respondió.
Pero, pasando los bosques,
en la casa de los enanos,
la linda Blancanieves lo es mucho más.
La Reina es la más hermosa de este lugar
La reina quedó aterrorizada pues sabía que el es-pejo no mentía nunca. Se dio cuenta de que el caza-dor la había engañado y de que Blancanieves vivía. Reflexionó y buscó un nuevo modo de deshacerse de ella pues hasta que no fuera la más bella de la re-gión la envidia no le daría tregua ni reposo. Cuando finalmente urdió un plan se pintó la cara, se vistió como una vieja buhonera y quedó totalmente irre-conocible.
Así disfrazada atravesó las siete montañas y llegó a la casa de los siete enanos, golpeó a la puerta y gritó:
-¡Vendo buena mercadería! ¡Vendo! ¡Vendo!
Blancanieves miró por la ventana y dijo:
-Buen día, buena mujer. ¿Qué vende usted?
-Una excelente mercadería -respondió-; cintas de todos colores.
La vieja sacó una trenzada en seda multicolor, y Blancanieves pensó:
-Bien puedo dejar entrar a esta buena mujer.
Corrió el cerrojo para permitirle el paso y poder comprar esa linda cinta.
-¡Niña -dijo la vieja- qué mal te has puesto esa cinta! Acércate que te la arreglo como se debe.
Blancanieves, que no desconfiaba, se colocó delante de ella para que le arreglara el lazo. Pero rápi-damente la vieja lo oprimió tan fuerte que Blancanieves perdió el aliento y cayó como muerta.
-Y bien -dijo la vieja-, dejaste de ser la más bella. Y se fue.
Poco después, a la noche, los siete enanos regre-saron a la casa y se asustaron mucho al ver a Blanca-nieves en el suelo, inmóvil. La levantaron y descubrieron el lazo que la oprimía. Lo cortaron y Blancanieves comenzó a respirar y a reanimarse po-co a poco.
Cuando los enanos supieron lo que había pasado dijeron:
-La vieja vendedora no era otra que la malvada reina. ¡Ten mucho cuidado y no dejes entrar a nadie cuando no estamos cerca!
Cuando la reina volvió a su casa se puso frente al espejo y preguntó:
¡Espejito, espejito, de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?
Entonces, como la vez anterior, respondió:
La Reina es la más hermosa de este lugar,
Pero pasando los bosques,
en la casa de los enanos,
la linda Blancanieves lo es mucho más.
Cuando oyó estas palabras toda la sangre le aflu-yó al corazón. El terror la invadió, pues era claro que Blancanieves había recobrado la vida.
-Pero ahora -dijo ella- voy a inventar algo que te hará perecer.
Y con la ayuda de sortilegios, en los que era ex-perta, fabricó un peine envenenado. Luego se disfra-zó tomando el aspecto de otra vieja. Así vestida atravesó las siete montañas y llegó a la casa de los siete enanos. Golpeó a la puerta y gritó:
-¡Vendo buena mercadería! ¡Vendo! ¡Vendo!
Blancanieves miró desde adentro y dijo:
-Sigue tu camino; no puedo dejar entrar a nadie.
-Al menos podrás mirar -dijo la vieja, sacando el peine envenenado y levantándolo en el aire.
Tanto le gustó a la niña que se dejó seducir y abrió la puerta. Cuando se pusieron de acuerdo so-bre la compra la vieja le dilo:
-Ahora te voy a peinar como corresponde.
La pobre Blancanieves, que nunca pensaba mal, dejó hacer a la vieja pero apenas ésta le había puesto el peine en los cabellos el veneno hizo su efecto y la pequeña cayó sin conocimiento.
-¡Oh, prodigio de belleza -dijo la mala mujer-ahora sí que acabé contigo!
Por suerte la noche llegó pronto trayendo a los enanos con ella. Cuando vieron a Blancanieves en el suelo, como muerta, sospecharon enseguida de la madrastra. Examinaron a la niña y encontraron el peine envenenado. Apenas lo retiraron, Blancanieves volvió en sí y les contó lo que había sucedido. En-tonces le advirtieron una vez más que debería cui-darse y no abrir la puerta a nadie.
En cuanto llegó a su casa la reina se colocó frente al espejo y dijo:
¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?
Y el espejito, respondió nuevamente:
La Reina es la más hermosa de este lugar.
Pero pasando los bosques,
en la casa de los enanos,
la linda Blancanieves lo es mucho más.
La reina al oír hablar al espejo de ese modo, se estremeció y tembló de cólera.
-Es necesario que Blancanieves muera -exclamó-aunque me cueste la vida a mí misma.
Se dirigió entonces a una habitación escondida y solitaria a la que nadie podía entrar y fabricó una manzana envenenada. Exteriormente parecía buena, blanca y roja y tan bien hecha que tentaba a quien la veía; pero apenas se comía un trocito sobrevenía la muerte. Cuando la manzana estuvo pronta, se pintó la cara, se disfrazó de campesina y atravesó las siete montañas hasta llegar a la casa de los siete enanos.
Golpeó. Blancanieves sacó la cabeza por la ven-tana y dijo:
-No puedo dejar entrar a nadie; los enanos me lo han prohibido.
-No es nada -dijo la campesina- me voy a librar de mis manzanas. Toma, te voy a dar una.
-No-dijo Blancanieves -tampoco debo aceptar nada.
-¿Ternes que esté envenenada? -dijo la vieja-; mi-ra, corto la manzana en dos partes; tú comerás la parte roja y yo la blanca.
La manzana estaba tan ingeniosamente hecha que solamente la parte roja contenía veneno. La be-lla manzana tentaba a Blancanieves y cuando vio a la campesina comer no pudo resistir más, estiró la ma-no y tomó la mitad envenenada. Apenas tuvo un trozo en la boca, cayó muerta.
Entonces la vieja la examinó con mirada horri-ble, rió muy fuerte y dijo.
-Blanca como la nieve, roja como la sangre, ne-gra como el ébano. ¡Esta vez los enanos no podrán reanimarte!
Vuelta a su casa interrogó al espejo:
¡Espejito, espejito de mi habitación!
¿Quién es la más hermosa de esta región? Y el espejo finalmente respondió. La Reina es la más hermosa de esta región.
Entonces su corazón envidioso encontró repo-so, si es que los corazones envidiosos pueden en-contrar alguna vez reposo.
A la noche, al volver a la casa, los enanitos en-contraron a Blancanieves tendida en el suelo sin que un solo aliento escapara de su boca: estaba muerta. La levantaron, buscaron alguna cosa envenenada, aflojaron sus lazos, le peinaron los cabellos, la lava-ron con agua y con vino pelo todo esto no sirvió de nada: la querida niña estaba muerta y siguió están-dolo.
La pusieron en una parihuela. se sentaron junto a ella y durante tres días lloraron. Luego quisieron enterrarla pero ella estaba tan fresca como una per-sona viva y mantenía aún sus mejillas sonrosadas.
Los enanos se dijeron:
-No podemos ponerla bajo la negra tierra. E hi-cieron un ataúd de vidrio para que se la pudiera ver desde todos los ángulos, la pusieron adentro e inscribieron su nombre en letras de oro proclamando que era hija de un rey. Luego expusieron el ataúd en la montaña. Uno de ellos permanecería siempre a su lado para cuidarla. Los animales también vinieron a llorarla: primero un mochuelo, luego un cuervo y más tarde una palomita.
Blancanieves permaneció mucho tiempo en el ataúd sin descomponerse; al contrario, parecía dor-mir, ya que siempre estaba blanca como la nieve, roja como la sangre y sus cabellos eran negros como el ébano.
Ocurrió una vez que el hijo de un rey llegó, por azar, al bosque y fue a casa de los enanos a pasar la noche. En la montaña vio el ataúd con la hermosa Blancanieves en su interior y leyó lo que estaba es-crito en letras de oro.
Entonces dijo a los enanos:
-Dénme ese ataúd; les daré lo que quieran a cambio.
-No lo daríamos por todo el oro del mundo -respondieron los enanos.
-En ese caso -replicó el príncipe- regálenmelo pues no puedo vivir sin ver a Blancanieves. La hon-raré, la estimaré como a lo que más quiero en el mundo.
Al oírlo hablar de este modo los enanos tuvieron piedad de él y le dieron el ataúd. El príncipe lo hizo llevar sobre las espaldas de sus servidores, pero su-cedió que éstos tropezaron contra un arbusto y co-mo consecuencia del sacudón el trozo de manzana envenenada que Blancanieves aún conservaba en su garganta fue despedido hacia afuera. Poco después abrió los ojos, levantó la tapa del ataúd y se irguió, resucitada.
-¡Oh, Dios!, ¿dónde estoy? -exclamó.
-Estás a mi lado -le dijo el príncipe lleno de ale-gría.
Le contó lo que había pasado y le dijo:
-Te amo como a nadie en el mundo; ven conmi-go al castillo de mi padre; serás mi mujer.
Entonces Blancanieves comenzó a sentir cariño por él y se preparó la boda con gran pompa y mag-nificencia.
También fue invitada a la fiesta la madrastra criminal de Blancanieves. Después de vestirse con sus hermosos trajes fue ante el espejo y preguntó:
¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?
El espejo respondió:
La Reina es la más hermosa de este lugar. Pero la joven Reina lo es mucho más.
Entonces la mala mujer lanzó un juramento y tuvo tanto, tanto miedo, que no supo qué hacer. Al principio no quería ir de ningún modo a la boda. Pero no encontró reposo hasta no ver a la joven reina.
Al entrar reconoció a Blancanieves y la angustia y el espanto que le produjo el descubrimiento la de-jaron clavada al piso sin poder moverse.
Pero ya habían puesto zapatos de hierro sobre carbones encendidos y luego los colocaron delante de ella con tenazas. Se obligó a la bruja a entrar en esos zapatos incandescentes y a bailar hasta que le llegara la muerte.
Textos extraídos de www.grimmstories.com
¡Esto ha sido todo!
¿Qué les parecieron? Súper creepys ¿no?
¡Muy feliz día del Escritor a todas esas personas qué nos hacen viajar por medio de las letras!
¡Hasta la próxima!
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